26/12/15


El mercado hidalgo tiene alrededor de un siglo. Hoy me puse los zapatos de caminata y dos camisetas con una chamarra para el fuerte viento, metí algunas monedas y billetes en el bolsillo del pantalón, tomé mi mochila y encaminé mis pasos para visitar a sus verduras y frutas, sólo como dotación para alimentarme esta semana. Regresé al anochecer con menos de las que esperaba y agotado, pero eso sí, con ganas de dejarme crecer el bigote hasta las mejillas y calzarme un par de botas vaqueras.

El mercado está en una de las zonas más turísticas de acá, y se nota. Es una construcción del tamaño de una cuadra que rodea el patio que funciona como estacionamiento, en el centro, un pequeño quiosco que es una cafetería que emula a las yanquis (compas sentados con sus computadoras). A su alrededor están los puestos, todos los que conocemos de un mercado central tradicional. Destacan los hacedores de piñatas, con los materiales a la vista y docenas de diseños para complacer los caprichos de cualquier nene.

Cubetas de cajeta y jarabes desconocidos se alinean en uno de los pasillos. A tres puestos, redondos quesos cubren el mostrador, unos con cubierta amarilla estilo ranchera, los otros más frescos. Un viejo con guitarra toca alguna canción del norte.

Hay algo que todavía no logro asir en este lugar. Hay algo que me elude. No sé decirlo. No puedo negar que me genera algo de curiosidad, esta ciudad umbral invisible.

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