25/2/09

El héroe trágico escindido y su cola del diablo ante la pluriversalidad de sus conocimientos-otros



Un aporte para continuar la decolonización de la identidad en América Latina


En los linderos del Valle de México, la mujer dormida descansa en su lecho de nieve al tiempo que su enamorado, el gran guerrero Popocatépetl, echando bocanadas de ceniza y humo, aguarda, en vigilia, que el sueño de un mito, el de su querida Iztacíhuatl, sea abruptamente perturbado para unirse con ella. Al atardecer de cada día, en el sureste de la ciudad de México los dos volcanes de mayor altitud del altiplano reproducen la escena del cisma entre el guerrero y su amada dormida. Los dos son «héroes trágicos», destinados irremediablemente a ser derrotados por el tiempo ante su impotente inmovilidad; escindidos de su realidad debido al silencio impuesto por ciertos alpinistas convertidos en intelectuales y políticos que los encasillaron como montañas conquistadas, cimas alcanzadas y, por ende, justificando su catalogación y dominación. Ella y él representan al ciudadano mexicano, acomplejado y apático, que se necesitó idear, inventar, en vistas de legitimar la nación que el partido de la revolución, como grupo en el poder, propuso en su etapa posrevolucionaria. La hegemonía que el estado priísta mantuvo en México durante más de 60 años no se debió exclusivamente al sistema de producción económico de influjo estadunidense, ni siquiera a las fuerzas represoras que actuaron en docenas de ocasiones durante la segunda mitad del siglo xx o a las estacionarias instituciones instauradas; se debió, en gran medida, de acuerdo con el sociólogo mexicano Roger Bartra (1981), a las redes imaginarias del poder político que actúan a manera de mitos instauradores para legitimar el accionar y coerción de un grupo dominante sobre el resto de la sociedad. Dichas redes son una expresión de la cultura política dominante que vinculan lo real con lo simbólico para confrontar al supuesto pasado deficiente con el aparente presente modernizado, logrando formular una ideología positiva en éste y negativa en aquél que se convierten en las «formas de subjetividad socialmente aceptadas», es decir, en los mitos nacionales indiscutidos que ven en el pasado indígena y colonial lo trágico de la cultura mexicana, y en el presente moderno democrático de la ‘nación’ al paradigma de libertad y desarrollo. Entre uno y otro se encuentra el mexicano, se encuentra el «héroe trágico escindido».

Una de esas redes imaginarias es expresada en el complejo de inferioridad formulado por ciertos intelectuales mexicanos influenciados por el pensamiento europeo;[1] y presupone que la tensión originada por el mestizaje propicia en el ser latinoamericano un desgarre con la realidad. El presente trabajo reevaluará los postulados sobre la identidad que dos intelectuales paradigmáticos para el estado mexicano del siglo xx realizaron acerca del pasado colonial latinoamericano. Samuel Ramos escribe en 1934 su clásico estudio El perfil del hombre y la cultura en México mientras que Octavio Paz hace lo propio en 1950, como sucesor natural de Ramos, con su afamado Laberinto de la soledad; en ambos textos se formuló una identidad del mexicano que encasilló a la sociedad de ese país en el héroe trágico escindido que representa, para Bartra (2005:109) “las virtudes aborígenes heridas que nunca volveremos a ver… el chivo expiatorio de nuestras culpas… representa a los campesinos sin tierra, a los trabajadores sin trabajo, a los intelectuales sin ideas, a los políticos sin vergüenza”, y que legitimó los ideales político-económicos que el grupo en el poder precisaba para consolidar la nación posrevolucionaria. Así, en esta ponencia se realiza una nueva lectura crítica, desde los postulados de la teoría decolonial, con el objetivo de excretar el complejo de inferioridad, fruto de la articulación entre el estado y los postulados de dichos intelectuales; mismo que se atribuyó como elemento constitutivo para la identidad de la sociedad mexicana y que, desde mediados del siglo xx, se extendería a toda una corriente de estudios sobre el pasado e identidad de la región.

El uso que Samuel Ramos hace del pasado colonial latinoamericano para explicar la identidad del mexicano tiene origen principalmente en la psicología de Jung y la filosofía de la cultura de Ortega y Gasset. A través de ellos estudia las formas de vida para determinar la identidad mexicana; propone que ante el intento de la burguesía de ese país por imitar a Europa se genera un sentimiento de inferioridad y que, por la reticencia a civilizarse del indio, se genera una sobrevaloración en la cultura originaria, ambos elementos enfrentados generan tensión en el ser, lo que le provoca neurosis; es decir, la tragedia del mexicano se encuentra en su interior, el indio «se dejó conquistar tal vez porque ya su espíritu estaba dispuesto a la pasividad». A lo que concluye que en el mexicano existe un complejo que hace que «huya de la realidad y se refugie en la ficción». De esta manera, se forma una desproporción entre el querer y el poder que lleva irremediablemente al fracaso, a la desconfianza y a la inferioridad.

«¿Por qué esa indiferencia desconcertante, ese desprecio y aun la resistencia que opone a la civilización que a ojos vistas es superior a la suya?» se pregunta sobre el indígena, en 1934, un intrigado Samuel Ramos, «¿por qué neciamente mantiene sus tradiciones y se niega a civilizarse?». Él mismo se responde: «El indio actual ha perdido el recuerdo de su historia pero el mecanismo inconsciente de sus actos sigue operando en la misma forma», es decir, que en su interior radica un complejo que no le permite coordinar pasado y presente, su sentir con su actuar, deseos con posibilidades; por ende, desde la perspectiva fenomenológica de Ramos, el único diagnóstico lógico es la psicología de la neurosis. Su respuesta sólo podía provenir de un tipo de conocimiento: la epistemología occidental que interpreta al indio desde los ojos del blanco. Para Ramos, la respuesta al enigma del mexicano sólo podía proceder del conocimiento de ultramar, de Europa, cuna de la filosofía y pensamiento modernos, y él mismo afirma: “el pecado original del europeísmo mexicano es la falta de una norma para seleccionar la semilla de cultura ultramarina que pudiera germinar en nuestras almas y dar frutos aplicables a nuestras necesidades peculiares” (1951:90).

Sin embargo, al interpretar las formas propias de la cultura mexicana de acuerdo con lo que Walter Mignolo (2000) propone como la diferencia colonial, la reticencia a civilizarse no es una necedad; al contrario, es del espacio periférico de la modernidad donde se genera un pensamiento crítico que formula los conocimientos-otros. La diferencia colonial es el enfoque epistémico de y desde las fronteras del sistema mundo moderno/colonial, es la perspectiva complementaria a la racionalidad occidental que descubre su colonialidad, es decir, en términos de Aníbal Quijano (2007), es el lugar de enunciación determinado por la geopolítica del conocimiento y delimitado por la colonialidad del poder, desde donde la producción del saber subalterno reinterpreta los hechos sociales y estructuras ideológicas, producto de las relaciones de dominación no meramente político-económicas sino intelectuales y simbólicas. Con esto, proponemos que el desconcierto de Ramos ante la negativa a civilizarse de los indígenas que él estudia es consecuencia de la voluntad de creer gramsciana[2] que lo ciega, al igual que lo hizo, en la misma década, con «ese conde báltico disfrazado de filósofo alemán» (Bartra, 2005), Hermann Keyserling (1933), que veía en el sur argentino el dualismo neurótico de «un refinamiento a pesar de su fondo primitivo», y en el hombre suramericano a la «levadura de la creación» debido a su «sangre fría y características reptílicas».[3] Por ende, Ramos es incapaz de percibir que la imitación burguesa de Europa y la reticencia indígena a adquirir la civilización impuesta es consecuencia de las relaciones de dominación; que la modernidad necesita de la colonialidad para mantener su sistema, es decir, que la imposición económica conlleva una imposición cultural. Y que más que un complejo psicológico, lo que se observa es la diferencia colonial: el hombre de los territorios colonizados lucha permanentemente por mantener su identidad ante la imposición de la cultura occidental que se plantea como universal; misma que las elites de los países coloniales terminan por adoptar e implementar (y ahí es donde sucede la imitación que Ramos condena), pero que los mismos intelectuales asimismo adoptan como posición epistemológica para explicar la ontología de sus respectivos países, de nuevo, unos y otros cegados por la voluntad de creer gramsciana. La posición de Ramos se sitúa bajo la colonialidad del poder que le impide ver esta diferencia.

Samuel Ramos confunde la filosofía con la vida, la influencia de la fenomenología lo lleva a concluir que las formas de vida del mexicano no occidentalizado significan la filosofía del ser mexicano acomplejado. Lo que nos lleva a establecer que Ramos tampoco distingue lo particular de lo universal al tomar del positivismo de uno de sus maestros, Justo Sierra, la idea de que el aparente atraso de las sociedades no europeas es una condición constituyente de las sociedades no desarrolladas; misma que se extrae de una falsa dicotomía occidental burguesa entre lo inferior/superior, donde lo superior es el que coloniza y lo inferior es lo colonizado. Pero, para Ramos, como el mexicano es joven ante la adulta Europa, se encuentra en crecimiento y se le debe guiar; estrategia no muy lejana a la adoptada por la cúpula priísta en las décadas del 30 y 40 para la educación popular en México -y apreciable aún hoy.

La interpretación a partir de la psicología occidental que Samuel Ramos realiza para explicar al mexicano, quince años más tarde, para Octavio Paz se convierte en el tema central de la historia latinoamericana, es decir, lo lleva a explicar la neurosis no en el interior del indígena sino en la totalidad del conjunto social de las ex colonias, en la lucha entre el pasado indígena y el estado moderno. De esta manera, Octavio Paz (1983) no solamente ve el complejo de inferioridad en los indígenas, quienes aparentemente han sido desgarrados, sino en todo mexicano (y por extensión en todo latinoamericano), figura que idealizara Ramos en el pelado: aquel campesino mestizo emigrado a la ciudad que no logra descifrar del todo el accionar del capital y que compone a las masas, es el ‘pueblo de México’ –hoy en día incluido el migrante. Para Ramos es algo poco más que un animal y, al igual que Paz, nos hicieron el ‘honor de estudiar’, ya que al no hacerlo, desde su perspectiva, «sería como si un químico rehusara analizar las substancias que huelen mal». Y es a ese pelado mexicano a quien el estado priísta se dirigirá a través de discursos y autoritarias políticas públicas.

De acuerdo con Bartra (2005), con esto se forma un arquetipo de la cultura mexicana (para utilizar la terminología de Jung en Ramos): que es la proyección que se hace la elite intelectual del pueblo y que el estado adopta para legitimarse; así, Bartra (2005:16) afirma: se “genera un metadiscurso: una intrincada red de puntos de referencia a los que acuden muchos mexicanos (y algunos extranjeros) para explicar la identidad nacional. Es el abrevadero común en el que se sacia la sed de identidad, es el lugar de donde provienen los mitos que no sólo le dan unidad a la nación, sino que la hacen diferente a cualquier otra”. Misma que se extiende a América Latina con los estudios del ser latinoamericano que pensadores de la misma generación que Paz y posteriores harían a partir de la década del 40, como son: H. A. Murena, Eduardo Mallea, José Gaos, Félix Schwartzmann, Mariano Picón Salas, Leopoldo Zea o Guillermo Francovich.

La mirada de Octavio Paz (1970) sobre el ser latinoamericano, entonces, se traduce como el que llega tarde a la historia de la modernidad debido a que las culturas precolombinas se encontraban dormidas al momento que los europeos las saquearon, las desgarraron en su cultura e identidad; por lo que los pueblos indígenas americanos son meramente «el pasado al cual hemos escupido en sus restos». Así, en la modernidad, más cercana a Europa (es decir, más europeizada), América Latina mestiza es el infante que no tuvo el desarrollo suficiente en su niñez; es, como dice Ramos, inferior. Fue insuficiente para los parámetros de la razón occidental, al grado de convertirse en intruso, en lo otro, a partir de esa insuficiencia; marca que la predispone a solamente recibir (mas no arrebatar) las migajas de la modernidad, metáfora tomada de Alfonso Reyes. México, para Paz (1983), como consecuencia, es un enfermo neurótico, fraccionado entre el México desarrollado (moderno y blanco) y el subdesarrollado (indígena y mestizo) al que le corresponde enfrentar sus problemas solo, ante los cuales «debe usar máscaras» para no mostrar su interior desgarrado, por lo que se engaña a sí mismo y debe encontrarse en otro lugar: en las naciones desarrolladas, valores con los cuales debe igualarse para borrar su pasado y descansar libremente en los brazos del desarrollo occidental; ya que, para Paz (1983a), toda cultura «desemboca en la occidental: asimilada o aplastada». Nada más alejado de la realidad. De acuerdo con Mignolo (2000), al ser marcado como lo otro, le permite a América Latina en la actualidad generar conocimientos-otros desde la epistemología de la diferencia colonial con la que se demuestra que no es insuficiencia ontológica la que define al mexicano (o latinoamericano) sino la consecuencia de las relaciones de colonización que, de acuerdo con Abelardo Villegas (1985:151), se entiende que: “la pobreza no es un remanente del pasado sino efecto de un tipo particular de prosperidad. El polo moderno explica al arcaico y no sólo eso sino que también hay explotación en el seno del primero. El análisis reformista soslaya el problema de la lucha de clases para hablar de una utopía y la poco realista ‘integración nacional’”. De esta manera se comprende que el prejuicio que establece al pueblo mexicano como inferior responde al condicionamiento de las circunstancias de producción subjetivas (de las redes imaginarias del poder político) que son consecuencia de la colonización cultural, y necesarias para que la insatisfecha hybris[4] monetaria de la técnica occidental reaparezca y, con ella, el oligopolio político priísta y empresarial que la secundan.

El partido de la revolución se funda en 1929, y será hasta 1946 que adquiera su denominación vigente: Partido Revolucionario Institucional. Las dos décadas posrevolucionarias, los 30 y 40, según Villegas (1960), representan una etapa de desconcierto e indiferencia política por parte de la población mexicana. Los ideales de la Revolución parecían haberse desvanecido ante las luchas individuales y partidarias por el poder que no lograban conformar un estado institucional moderno como se había planteado en la Constitución de 1917. En síntesis, la credibilidad de la elite gobernante se encontraba urgida por integración nacional. Se recordará que Samuel Ramos escribe en esos mismos años su obra y Octavio Paz lo hará en un momento no muy lejano; ante la crisis de identidad y cohesión que el partido de la revolución atravesaba, hizo útiles las interpretaciones de estos intelectuales para generar cohesión en una sociedad pauperizada por los años de guerra civil y explotación posrevolucionaria.

Por consiguiente, se propone que el uso que el estado priísta hizo de los postulados de Ramos y Paz funda la idea de la nación mexicana a caballo entre el desarrollo estadunidense-europeo y lo que para ellos es el «lastre indígena», determinado por un supuesto desgarre que la infante nación padece; por lo que, de acuerdo con el pensamiento de Paz (1983a), recaerá en «nosotros intelectuales y estado mexicano moderno» lograr el desarrollo que anteriormente no se ha alcanzado. Según Paz, si en las guerras de Independencia, Reforma y Revolución «nos hemos» apuñalado entre nosotros, ahora con la institucionalidad de un estado que instaura el imaginario del mestizo y guiado por la doctrina de elite de los Estados Unidos y Europa, concebiremos el modelo de desarrollo para la modernidad mexicana. Se comprende, así, que la identidad, para la elite política, se encuentra per se incluida en el desarrollismo que determina quién, qué y cómo somos, al proclamar que con el estado priísta burgués se supera el complejo de inferioridad. Situación que llevó a que los gobernantes mexicanos de las décadas posteriores –es decir, de los 50 hasta ahora- vieran a sus hermanos latinoamericanos también como oprimidos; y, así, en situación de igualdad con América Latina, el estado priísta decidió voltear sus ojos hacia el norte, en pos de lo que Paz (1970) definía como irremediable, al ser Estados Unidos «un gigante que es mejor darle la mano que combatirlo» debido a que «es imposible detener a un gigante». El estado mexicano, de esta manera, se constituye en el ogro filantrópico de Octavio Paz (1983a), a semejanza del estado estadunidense como un «espejo indiscreto» ya que el desarrollo de ese país es como un «ogro que sorprende por su novedad, fascina como en un cuento de hadas; su presente es siempre un poco adelante, escribe su porvenir». Como puede observarse, se ejecuta en el imaginario de la nación una transposición de identidades que el estado mexicano y sus intelectuales realizan para equipararse a la modernización que el estado estadunidense ha alcanzado; distanciándose de América Latina y de las ideas provenientes de la Unión Soviética ya que, para Paz (1970), «la ideología marxista produce aberraciones en la crítica, mientras el poderío de Estados Unidos asume la forma de la fascinación».

Así, para Octavio Paz (1983a) la nación mexicana es ya posrevolucionaria gracias al estado priísta de la revolución institucionalizada, mientras que América Latina se mantiene como prerrevolucionaria. La Revolución mexicana es un redescubrimiento que inicia el proceso de enfrentamiento. Bajo su interpretación, la Revolución aconteció con un «mínimo de sacrificio humano» por lo cual es el país con la «evolución más rápida de América»; interpretación parcial cuando se toma en cuenta que fueron todos aquellos mexicanos que él denominó como con complejo de inferioridad los que se sacrificaron para que la Revolución se llevara a cabo. Como consecuencia, para Paz, en México los presidentes son dictadores constitucionales del estado de la revolución (el poder es la investidura), al tiempo que en América Latina los presidentes son caudillos y el poder no es la investidura sino que ellos le dan a la investidura el poder; lo que lleva a que América Latina sea vista desde México como en una etapa previa de desarrollo. Para Paz (1984), las constituciones latinoamericanas del siglo xix son «camisas de fuerza», pensadas para otros países, a lo que reflejan la «impotencia de los esquemas intelectuales» de nuestros reformistas, por lo que han sido destrozadas una y otra vez por los movimientos populares; y así, para dirigirse exclusivamente por uno de dos caminos: a través de las dictaduras o de las revoluciones que cristalizan en estados institucionales. Es aquí donde estriba la diferencia para Paz (1984): en México se logró un «experimento, a pesar de sus fallas, que ha sido el más logrado, original y profundo» de América Latina, que inicia en la Revolución mexicana, a lo que, una vez derrotada la dictadura, se instala un partido de la revolución sin «querellas entre las facciones por la dictadura de un César revolucionario» (extrañamente aquí Paz es ciego a la lucha por el poder que se da desde los asesinatos de Zapata, Carranza y Obregón hasta la posterior imposición ‘cesarea’ de Calles, el maximato y los enfrentamientos de la guerra cristera; sin embargo, como el filósofo marxista Adolfo Sánchez Vázquez (2004:227) lo explica, “en la búsqueda del ser propio mexicano, Paz se enfrenta a los mitos que lo deforman o esconden. Y de ahí su explicación ontológica y mítica, a la vez, de la historia, pasando por alto –con las excepciones que no faltan- los conflictos sociales, de clase”).

Lo que demuestra el posicionamiento paciano es la intención de legitimar un estado en ciernes. Se necesitó legitimidad en 1929 cuando el pueblo veía al gobierno como «rebelde a Dios y a la patria mexicana» (Meyer, 1973); después se le necesitó en 1934 cuando al pueblo se le tildó de inferior, así como en 1950 cuando se le impusieron las máscaras de la soledad y en 1970 cuando, finalmente, el pueblo mexicano fue encasillado como dependiente de su gobierno institucionalizado. Es en esta última etapa cuando Octavio Paz afirma que será el partido el que llevará la modernización al país y a la lenta orientación de «formas cada vez más libres y democráticas». Cuando, por otra parte, argumenta que en América Latina se han imposibilitado estos cambios debido a que las mismas tentativas democráticas han dilapidado sus energías libertarias, al tiempo que «otras han sido caricaturas, como el peronismo, que colindó en un extremo con el fascismo a la italiana y en el otro con la demagogia populista». Así, para Paz, la no concreción de una revolución institucionalizada como la que él ayudó a construir en la segunda mitad del siglo xx en México, llevó a Latinoamérica a enfrentarse con las dictaduras que la aquejaron durante el siglo pasado. Roger Bartra (2005:109), tiene una definición particular para este tipo de posicionamientos ideológicos, y es que son símbolo de “la gestación de un mito moderno basado en los complejos procesos de mediación y legitimación que una sociedad desencadena cuando declinan las fuerzas revolucionarias que la constituyeron”.

Mientras que para Paz (1983) el ser latinoamericano es el mismo en las naciones de la región con el complejo de inferioridad instalado en su ontología; su posicionamiento político y, por ende, el que posteriormente el estado priísta adquirirá, distancia a México de América Latina. Para Paz es mejor ser Caín y satisfacer a occidente que combatir la colonialidad como Guevara o Tupac Amaru. Pero esta disyuntiva también es falsa porque matiza con las únicas dos opciones burguesas: inferior/superior, subdesarrollo/desarrollo, colonizado/colonizador otorgándole a América Latina la primera categoría. Lo que lo lleva a admitir, indirectamente, que los grupos intelectuales mexicanos del Ateneo de la Juventud, Contemporáneos –con Samuel Ramos como filósofo principal-, Hiperión y la generación Taller (de la cual él formó parte) establecieron una intelectualidad mexicana independiente, compacta, lógica y coherente, para decantar en el siglo xx un sistema político «justo y en proceso de ser democrático», cosa que, desde su perspectiva, los intelectuales latinoamericanos no consiguieron. Cuando por otra parte, la historia de las ideas en América Latina necesariamente muestra que no se puede obviar la importancia de tantos y tantos intelectuales latinoamericanos en la sí congruente discusión dentro de lo que es, como mismo Paz (1990) denomina, «un capítulo más de la historia de las utopías». Contrariamente a esta formulación, establecemos que el desarrollo idealizado de la nación mexicana a comparación de América Latina es otra más de las redes imaginarias del poder político ya que, de acuerdo con Bartra (2005:227), “esa «otra realidad» le es inoculada al pueblo como una vacuna para prevenir que desarrolle tendencias desestabilizadoras: un exceso de melancolía o muy fuertes impulsos metamórficos podrían ocasionar serios trastornos al sistema político”. Es decir, que el estado despótico burgués mexicano generó mecanismos míticos para legitimarse en una sociedad que cada vez más se representaba alejada de lo que la elite gobernante personificaba; de esta manera se buscó evitar que las demandas sociales se desbordaran en movimientos «desestabilizadores» para quienes detentaban el poder político mexicano; en otras palabras, impedir que se siguieran los ejemplos de las revoluciones socialistas de los 60 en América Latina.

Es concluyente que para Octavio Paz el temple mexicano no considera una revolución (ni en los 60 ni hasta su muerte acaecida en 1998), es decir, que el estado mexicano posrevolucionario sólo necesita de ciertas reformas para que todo siga su cauce desarrollista sin obstáculos. Eso fue lo que sucedió, para este intelectual mexicano, con los movimientos estudiantiles de 1968. Paz (1970) los atribuye a la neurosis de la sociedad mexicana al ser los estudiantes una máscara más del mexicano en soledad; es decir, que después de la sangre todo irremediablemente vuelve a la calma (ciego, de nuevo, a las constantes represiones que las comunidades indígenas sufrieron durante el siglo xx; ciego debido a la colonialidad del poder ya que las represiones fueron hacia los otros, hacia los que representan el pasado, por lo que no tienen importancia al no tener voz). Si, para Paz (1984), los Juegos Olímpicos de 1968 fueron un premio del capital occidental como reconocimiento de que México se acoplaba a sus demandas económicas, el movimiento estudiantil demostró que se vivía en un estado autoritario. Sin embargo, para el intelectual mexicano, son los estudiantes que «viven en situación artificial: como mitad reclusos privilegiados y mitad como irresponsables peligrosos; seres reales en un mundo irreal» y las universidades que «son lo contrario a la sociedad»; son ambos en parte culpables de que el progreso occidental no se realice, al ser los universitarios «débiles y sin representación» cuya crítica (originada solamente por el sentimiento de rebelión juvenil) «es real pero [su] acción es irreal; da en el blanco pero su acción no puede cambiar a la sociedad e incluso, lejos de atraer a otras clases, pueden provocar regresiones». Así es como se explica Paz (1970 y 1983) que en el 68 se haya provocado, utilizando de nuevo a Girard (1983), que la hybris del México mestizo resurgiera en oposición de la doxa del estado moderno; los universitarios, para este intelectual, fueron quienes, como piedra de toque[5] se autoconvirtieron en la víctima sacrifical e incitaron a que el estado cayera de nuevo en la cólera edípica occidental (disfrazada de azteca) y que la nación ‘desarrollada’ sacrificara su razón, su técnica, efectuando en la polis una regresión a ojos vista del capital. Sin embargo, no sin antes haberse asegurado que la recuperaría gracias a las profecías dictadas por las esfinges (es decir, por los intelectuales como Ramos y Paz que legitiman al estado moderno) que mantienen a la hybris tyranus (a lo peor de occidente y su democracia burguesa) latente a través de prebendas en los tratados de libre comercio y la fuga de cerebros. Con esto, en el pensamiento paciano, las dosis de medicamentos para controlar la hybris mexicana del subdesarrollo, su neurosis, y para generar una identidad del mexicano, se aplican cotidianamente en infusiones capitalistas de pensamiento neoliberal hasta que la historia, crítica y movilizaciones quedan borrados, se conviertan en doxa. Absorbidos por el ácido cosificante. De esta manera, para Paz (1983), si México busca superar su complejo de inferioridad, debe eliminar los restos de ese pasado, colocarlos en las vitrinas del museo más grande del país (a modo de ritual) para crear una idiosincrasia de belleza y sacralización de ese tiempo anterior, que permita vivir el sosiego moderno (la polis tecnificada); lejos de las movilizaciones de protesta «neuróticas».

El estado mexicano, de esta manera, hermanado con su vecino del norte, tiene ahora los componentes para reformular lo mexicano ante la apertura de las relaciones mundiales y construir una visión mexicana de «vivir la vida universal». Para Paz (1983), el mexicano se encuentra ahora solo y debe reconstruir su identidad: la identidad nacional que viene de Justo Sierra (y el positivismo), de José Vasconcelos (con los grecorromanos y franceses) y de Samuel Ramos (con el psicoanálisis occidental y Ortega y Gasset), ya que la historia y la meditación sobre el hombre «es ahora unificada: universal»; así es como el historicismo moderno rescata el multiculturalismo y lo vuelca en el instante moderno, en la racionalidad occidental. Paz (1970) interpreta el poderío estadunidense en el sentido de que todas las particularidades deben responder ahora a las preguntas que hace la historia (con mayúscula): las mismas para todos, para «el hombre». Este posicionamiento universalista es un discurso que legitima la represión del gobierno mexicano hacia los movimientos que no se asemejen a su idea de nación que, así como la «matanza de Tlatelolco revela el pasado vivo, aparece en público enmascarado y armado; no sabemos quién es salvo destrucción y venganza»; así fue y sigue siendo con la política migratoria en la frontera sur hacia los centroamericanos, con los pueblos indígenas arrasados o con la represión en los 60 de las guerrillas campesinas en Guerrero de Lucio Cabañas y en Morelos de Rubén Jaramillo; así como con la política más reciente hacia el ezln, la represión de 2006 en Atenco o la appo y el epr hoy presentes en Oaxaca. Es concluyente que el pensamiento de Paz tiene una resquebrajadura al establecer que México se plantea solo ante el mundo; más bien, en los términos de Paz, sólo se plantea una cuestión para toda la humanidad: seguir la racionalidad occidental. Con esto, propone la universalización del laberinto del minotauro griego (¿de ahí El laberinto de la soledad?), de la mitología moderna occidental para dar respuestas a la diferencia colonial. Octavio Paz es el primer mexicano posmoderno. Pero lo primitivo se mantuvo a través de la difusión de sus ideas, se creó un mexicano acomplejado que no existe pero al que acuden los intelectuales y educadores en México para explicar la dominación capitalista en los países colonizados y con el que se legitima que el estado mantenga su estructura autoritaria. Para Bartra (2005:102), estos son “los estragos del colonialismo, sazonados con la filosofía hegeliana de la historia”.

Según cifras oficiales del Fondo de Cultura Económica,[6] son más de 1 millón de ejemplares editados, solamente en México, de El laberinto de la soledad de Octavio Paz desde su primera aparición en 1950 (sin contar antologías, fragmentos, las Obras completas y, como ya se dijo, las ediciones en otros idiomas y países). En 2010 se cumplen 60 años de su primera edición, estamos hablando que desde que fuera publicado por primera vez en la revista Cuadernos Americanos [cuyo director Jesús Silva Herzog (padre), intelectual muy cercano a Daniel Cosío Villegas (aquel viejo historiador-abogado maestro de políticos, de abogados-historiadores y de economistas que fundara el Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México)], se han editado casi 50 ejemplares diarios durante 60 años. Es el uso más eficiente del pasado que un estado puede efectuar con el propósito de formular en sus gobernados una identidad acorde con las necesidades políticas hegemónicas. Y desde 1981 se publican conjuntos: El laberinto de la soledad de 1950, Posdata de 1970 y Vuelta al laberinto de la soledad de 1979 que, si bien a través de una lectura aguda claramente se distinguen los cambios argumentativo-temporales entre los textos, la unión de los tres dificulta distanciarlos y los presenta como una línea argumentativa que natural o lógicamente se decantó ella misma, congruente con los tiempos del estado y con los acontecimientos más representativos del México priísta, legitimando una matriz histórica de la nación a través de los autores citados, de los hechos analizados, de las instituciones amparadas y de las interpretaciones, es decir, de la epistemología propuesta por el máximo exponente intelectual del estado priísta (y no con demasiada coincidencia, el escritor mayor laureado en la historia mexicana).[7] El lado complementario es que su libro se sigue enseñando, es línea directa en la política educativa; se lee de manera acrítica en las escuelas secundarias de todo el país y es considerado como uno de los mejores ensayos sobre el mexicano, ideales que son difundidos por las industrias culturales al crear esa imagen de la identidad nacional formulada por el estado posrevolucionario que ve al mexicano como ha sido retratado por Paz y Ramos: el niño interior que vive desgarrado de su realidad.

Ambos discursos, de Samuel Ramos y Octavio Paz, por su forma rechazan los elementos extranjerizantes de la cultura mexicana al tiempo que exaltan a la patria y al partido de la revolución. Sin embargo, como se ha observado, no son opositores, en primer lugar, a la matriz de la colonialidad del poder ya que proponen la mentalidad occidental colonizadora como la vía para superar el crisis de progreso que sufre el país y, en segundo lugar, tampoco se oponen al establecimiento de un estado moderno autoritario, sino que al contrario, se convirtieron en herramientas ideológicas del gobierno priísta. A lo primero, ambos le llaman asimilación moderna, y a lo segundo, nacionalismo progresista. De esta manera, el gobierno priísta determinó que la cultura de lo mexicano es divergente a lo universal, es decir, el mexicano sólo se puede explicar a sí mismo; por ende, el priísmo es el único que puede gobernar al país. En palabras de Bartra (2005:147): “La llamada filosofía de lo mexicano trataba de documentar el originalismo nacional… pero su manipulación política corría a cargo del Partido en el poder”.

Es en el año 2000 que acontece una aparente debacle para el estado priísta, en las elecciones presidenciales resulta vencedor otro grupo burgués, mayormente identificado con los oligopolios empresariales trasnacionales y la derecha reaccionaria. Esto se da en el contexto de la apertura de los mercados, de los tratados de libre comercio y de los medios masivos de comunicación, es decir, de la globalización neoliberal. Empero, la desestabilización del estado priísta se dio de igual manera bajo otro contexto: el de los levantamientos zapatistas, la migración masiva y los movimientos populares. Es bajo este último en el que se manifiestan los conocimientos subalternos, los conocimientos-otros, que se plantean la discusión en términos distintos. De acuerdo con Mignolo (2007), cuando a los países coloniales se les impone el sistema capitalista de producción, la cultura e ideología que con ella acarrean cosifica a la socialización previa, naturalizándose en su interior, subalternalizando los conocimientos originarios y, por ende, a sus herramientas de resistencia, su epistemología. De ahí que la separación cartesiana que Paz y Ramos hacen del ser mexicano (y que el estado priísta masificó a través de la educación) encuentra en el mestizaje una civilización neurótica; cuando es en realidad que los actos de los mexicanos aparecen bajo un complejo de inferioridad únicamente cuando no siguen la lógica del capital.

La idea del complejo de inferioridad históricamente va de la mano con la represión social. Esto hasta que el ezln ha abierto los oídos mexicanos y no con sangre, no con la hybris que Paz denunciaba del pasado mexicano (que finalmente es una hybris occidental de acuerdo con Castro-Gómez [2007]) y que en el presente moderno el grupo en el poder no ha hallado cómo eliminar. El ezln, junto con los centenares de comunidades indígenas en la región latinoamericana, no plantean el diálogo en los términos hegemónicos occidentales (Quijano, 2003), por ello no los han podido suprimir; el gobierno mexicano se ha visto incapacitado para eliminarlos al no hablar en sus términos. Las comunidades indígenas no necesitan saber quiénes fueron Hegel o Waman Poma para percibir que su forma de cultura se encuentra en oposición con otra mayormente tecnificada, es ahí que la colonialidad del poder es resquebrajada: con los conocimientos-otros que sostienen una epistemología distinta a la occidental y que se convierten en lenguaje de conocimiento y rectificación colectiva.

Se ha tratado de demostrar que desde la epistemología de la diferencia colonial el sentimiento de inferioridad es la exigua respuesta al vacío intelectual que occidente refleja y, vuelvo a repetir, que trata de llenar con la voluntad de creer gramsciana: es decir, para que la cola del diablo se atraviese y vuelva a silenciar al otro, a la pluriversalidad del conocimiento geopolítico del individuo que propone Quijano (2007). Si occidente teme al inconsciente de los otros es porque son el espejo de su conciencia; son la crítica que no se va, que no cesa, son la viva expresión de la incapacidad de la modernidad por ser absoluta.

Las elites políticas latinoamericanas por primera vez se encuentran ante unos opositores a los cuales no saben cómo combatir, deberán modificar sus formas de gobierno si quieren no perder sus estados burgueses, mismos que comienzan a desvanecérseles de las manos. El mito del complejo de inferioridad finalmente se empieza a excretar. No es la lucha en los términos burgueses democráticos, es un giro hacia abajo y a la izquierda, un cambio en las condiciones de generación del conocimiento. Es así como, ahora, el héroe trágico escindido tiene ya su cola del diablo que le permite levantarse de su letargo para que ella, Iztacíhuatl, pueda desnudarse del frío níveo de siglos de dominación y él, Popocatépetl, convierta su vigilia en voluntad de lucha en pos de una historia decolonizada.

Notas

[1] Acerca de la historia de la idea de la inferioridad de América que occidente formuló existe una amplia bibliografía, entre la que se destaca la obra de Antonello Gerbi (1955), La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, 1750-1900, México, fce. Sin embargo, un estudio acerca de la historia de la adopción en la filosofía Latinoamérica de la idea de la inferioridad americana no ha sido realizado.

[2] La voluntad de creer expresada por Gramsci es analizada por el intelectual argentino José Aricó (1988) y la establece en términos de un imaginario individual o social que se formula como condición de victoria, es el deseo irrestricto por derrotar al otro que ciega a quien detenta el poder. Para Gramsci, no habría aspiraciones de triunfo, no habría acción social si la voluntad de creer se hallara ausente. El desacierto surge cuando la voluntad de creer es mecánica y se transforma en autoengaño, como Aricó lo expresa: “se cree poder obtener todo lo que se quiere y se quiere una serie de cosas que no existen en el presente… a modo de un pérfido narcótico actúa sobre los hombres conduciéndolos a soñar con los ojos abiertos y a confiar en que todo puede desarrollarse según los propios deseos… por eso sólo se ve la estupidez, la barbarie, la vileza del adversario, mientras que del propio lado únicamente se perciben las más altas vistas—de carácter e inteligencia” (1988:127-128). Es el mismo autoengaño en que cayeron los intelectuales mexicanos al presuponer al mexicano como inferior ante el desarrollo occidental, que los ciega para generar una filosofía propia. Sin embargo, fue una herramienta utilizada por el estado priísta que exponía al sentimiento de inferioridad como lo que ocasiona el lento desarrollo mexicano; ideología que se explica en la siguiente cita de Aricó: “la crispación y el disimulo son las formas bajo las que se oculta un sentimiento de inferioridad que se niega a asumirse como tal. Porque si el adversario nos domina y nosotros lo menospreciamos, no podemos dejar de reconocer que estamos dominados por alguien a quien considerábamos inferior. Pero entonces, se pregunta Gramsci, ¿cómo consiguió dominarnos? ¿cómo nos venció siempre y fue superior a nosotros, aun en el momento decisivo que debía dar la medida de nuestra superioridad? Se dirá entonces que fue el diablo el que metió la cola” (1988:128-129). Es esa cola del diablo la que atraviesa a la filosofía de lo mexicano y que inferioriza a las comunidades indígenas y mestizas, justificando su explotación. Pues bien, dice Aricó, «es hora de tener la cola del diablo de nuestro lado».

[3] Hermann Keyserling fue un conde alemán que recorrió el mundo durante las primeras tres décadas del siglo xx «repartiendo verdades sobre las almas nacionales», como se ejemplifica en las quiméricas opiniones sobre el ser latinoamericano vertidas en sus Meditaciones suramericanas: “La sexualidad frenética y reptil del suramericano entraña también una de las raíces de la profunda melancolía suramericana. Post coitum animal triste. Domina aquí [refiriéndose a lo que después sería llamada Latinoamérica] el estado de ánimo del macho de rana, agotado, o de la rana hembra, henchida, hasta estallar, de huevos. Lo mismo que en los bosques vírgenes del Amazonas el hombre se siente devorado por ellos, advierte aquí cómo va hundiéndose en el légamo de su propio mundo abisal” (1933:39-40). Lo extraño no es que un alemán recorriera el mundo a principios del siglo xx explicando aquí y allá a las sociedades «inferiores» y «desheredadas» del progreso occidental (viajeros al estilo han visitado América desde la época misma de su invención europea), lo grave es que sus interpretaciones fueron tomadas seriamente por el existencialismo proveniente de la Revista de Occidente y, como consecuencia, adoptadas por no pocos intelectuales latinoamericanos.

[4] De acuerdo con René Girard (1983), la hybris es el pecado de soberbia que comete el héroe al intentar igualarse con los dioses para vencer la violencia mimética (es decir, para generar una diferencia) y salvar a la polis. La hybris se manifiesta en una forma violenta y se opone a la doxa, es decir, a lo tradicional, a lo establecido, al romper con la reciprocidad mimética cuya función es impedir que la violencia del oikos se socialice dentro en la polis. Justamente para evitarlo, en el conjunto social se crea una pequeña diferencia la cual será sacrificada, es decir, se formula un chivo expiatorio. Si el sacrificio es realizado efectivamente, la doxa dominará y la violencia será de nuevo monopolizada por el estado en la polis; en el caso contrario, se genera una crisis sacrificial y, como consecuencia, la polis será puesta a prueba por la peste. Para superar el estado de crisis propiciado por la ruptura de la violencia mimética, el héroe debe utilizar su tecné (es decir su sabiduría) para superar los obstáculos y descubrir el enigma; a lo que, una vez restablecida la doxa en la polis, su tecné lo precipitará en el abismo al convertirse él mismo en el chivo expiatorio, en la víctima sacrificial. Si esto lo trasladamos a lo términos de la teoría decolonial de acuerdo a lo propuesto por Santiago Castro-Gómez (2007), quien expone a la hybris del punto cero, es decir, pensar a la ciencia moderna como el autoproclamado héroe que comete el pecado de soberbia (es decir, que cae en la hybris) al intentar posicionarse en una plataforma de observación «veraz y fuera de toda duda» (el grado cero) para generar un conocimiento sobre los demás (sobre la polis) en la cual no pueda ser cuestionado, es decir, convertirse en la doxa, para proponer su tecné como lo universal y definiendo a los conocimientos-otros como el oikos a ser evitado ya que son ellos quienes, desde el punto de vista occidental, rompen con la violencia mimética y amenazan a la polis. Sin embargo, lo no previsto por occidente es, siguiendo a Girard, que su propia tecné es lo que lo precipitará en el abismo. En este caso particular, como se verá más adelante, para el pensamiento paciano la hybris del estado mexicano moderno es ocasionada por ese México antiguo que brota espontáneamente para demandar sus derechos o que intenta mantener sus tradiciones (los estudiantes y los indígenas respectivamente) demostrando la neurosis constitutiva del país; es decir, son quienes amenazan a la doxa, por lo que deben ser convertidos en víctimas sacrificales para asegurar el orden en la polis.

[5] Piedra de toque es un poema escrito por Octavio Paz entre 1954 y 1959, el cual sugestivamente inicia y termina de esta manera: Aparece/Ayúdame a existir/Ayúdate a existir/Oh inexistente por la que existo/Oh pretendida que me presiente/Soñada que me sueña/Aparecida desvanecida/Ven vuela adviene despierta/Rompe diques avanza (…) Perezoso relámpago/Águila fija parpadeante/Cae pluma flecha engalanada cae/Da al fin la hora del encuentro/Reloj de sangre/Piedra de toque de esta vida.

[6] La información editorial sobre El laberinto de la soledad fue tomada de la 3era reimpresión de la 3era edición impresa en México en el año 2004 por el Fondo de Cultura Económica; en la que, a modo de nota introductoria se manifiesta que con esa edición se superaba el millón de ejemplares impresos en México.

[7] La capacidad poética del intelectual mexicano no está puesta en duda. En opinión de Francisco Gil Villegas, Octavio Paz fue un “insuperable pensador y poeta mexicano, y también el más brillante ensayista de todo el mundo contemporáneo de habla hispana… y pocos podrán negarle su rango como el más grande poeta mexicano del siglo xx.” (2004:246-247). A pesar de no concordar con la opinión primera de Gil Villegas, sí lo hacemos con la segunda, con la maestría poética de Paz; sin dejar de debatir que sus ‘poemas intelectuales’, como sus comentaristas definen a los ensayos políticos pacianos, fueron, para la elite política mexicana, mucho más que simples creaciones estéticas, más bien herramientas para la dominación política y cultural.

Bibliografía

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Zea, Leopoldo (1952), Conciencia y posibilidad del mexicano, México, Porrúa y Obregón

El sol de medianoche

Fue aquella mañana. Una gallega hada, subrepticiamente, con letras de elegante tono, de ascendencia celta y personalidad viajera, me sopló:
...hace millones de años el sol y la luna locamente se enamoraron. La pureza de su sentir a todo el universo fluyó, pero destinados fueron a estar siempre separados. Él, llorando en la noche vivía, a veces, gotas con las nubes; y ella, haciendo lo mismo en el día, lloraba las nubes de su pena, haciéndolas desplazar inimaginables distancias.
Entonces los dioses, al ver su sufrimiento y agonía, les dieron a modo de consuelo un solo deseo y les dejaron estar a temporadas juntos. Por las tardes, cuando el atardecer se pinta rojo, se dice que es por el sol que amor llora, amor por la luna mostrando su ira; es tal su sufrimiento que en la tierra lo refleja. En cambio, la luna, guarda su luz por completo o se llena, siempre extrema; demostrando por igual su dolor, al no poder amar al sol en contacto con su calor.
Se dice también que, cuando el mar refleja a uno de los dos amantes, es porque están en lo más profundo de su agonía, y es cuando más se extrañan. Por eso, se ven como reflejo, para que donde sea que esté uno el otro pueda verle. En las puestas, los dos amantes pueden tristemente rozarse únicamente, pero no juntarse; para eso los dioses crearon los eclipses, para que el sol y la luna pudieran hacer el amor. Como éstos, existen amantes destinados a estar separados, pero siempre habrá un dios que les conceda a modo de deseo algún tipo de eclipse...



2003

Ningún río sudamericano llora

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No es mi deber malrecordar atardeceres en playas oaxaqueñas. La pregunta de qué hacemos aquí aún me es esquiva. Sin requisitos me propuse llegar a Quilmes, un pequeño pueblo a las afueras de Buenos Aires, y para mi sorpresa encontré la otra orilla del río:

Atravesé algunos kilómetros en tren, que es tan antiguo como la persona que les habla. Es un ferrocarril que recorre la costa atlántica dirigiéndose al sur, hasta casi Bahía Blanca. Me bajé en una estación alrededor de los 50 km recorridos. A lo lejos se dan a notar dos o tres buques cargueros. La composición de los quilmeños dista mucho de ser la porteña, aquí son muy similares a los pobladores de Guerrero o Veracruz.

Esta estación concuerda con la ya erradicada nación indígena de los Kilmes, pertenecientes a la civilización diaguita, de los Valles Calchaquíes. Ellos fueron quienes plantaron los árboles que ahora me dan sombra, fueron quienes se alimentaron de los peces que saltan en la bahía ante el anzuelo occidental, ellos fueron quienes ante el nombrado Río de la Plata organizaron su sociedad, ahora representada únicamente en los libros de historia y algún que otro monolito prevaleciente. Tan solo a ellos los peces respondieron, a los adoradores de la Pachamama, ahora ya agotados.

El río es aún más amplio, la otra orilla es imperceptible; en tanto, mi orilla es como imagino al Buenos Aires del siglo XIX: con un tenue oleaje que alcanza los superpuestos montículos arenosos; son 150 metros que se pueden caminar con las aguas a la rodilla.

El fuerte viento levanta las marcas realizadas por los caminantes en la arena por el día, mientras la profunda luna sube la marea para borrarlos por las noches.

En ocasiones la marea alcanza las barreras de concreto, regresando antes del amanecer a su distancia original. Cuando esto sucede quedan pequeñas comunidades de agua salitrosa y conchas reverdecientes atrapadas en los bajos fondos de la arena entre la costa y el mar. Estas figuras convierten la playa en un laberinto acuático: los deportistas matutinos al creer poder recorrer las distancias como en una línea recta se ven atrapados ante los cerrazones de agua limpia pero profunda, a lo que tienen que rodear los corredores marítimos para reencontrar un supuesto destino lineal. Algunas veces las atraviesan sin importar la profundidad, sin embargo, los más, al llegar a los callejones sin salida, deciden rodearlos para continuar su marcha, imperceptible a la naturaleza.

Decía Sabina que los chaparrones de la región andaluza no se comparan en nada con el amor tormentoso del Río de la Plata, esto porque no es posible no tener otro amor que la ventisca (sudestada) que cada invierno se da en el río. Tal vez nosotros tenemos la frente marchita, necesitados de aquella postal de un San Telmo como el que hemos conocido. Aún así, la tormenta nos duró hasta los años 90. ¿Qué añoramos? a Trolio, sus sanguichitos de miga.

Es el mismo río en el cual mis pantorrillas se sumergieron; el mismo río en el cual miles de iguales fueron arrojados al fondo encadenados durante la última dictadura.

Prendo un cigarrillo rubio que el viento consume en dos cantares, observo los restos de un muelle, imagino a los fotógrafos aprovechando los ángulos y la iluminación. En eso, una familia corre hacia mí y no puedo dejar de pensar en los pueblos originarios masacrados durante la campaña del desierto (la misma que fundó a la nación argentina como la conocemos).

Muerte, fruto, raíz...

Veo ahora a cuatro chicas que juegan al fútbol en la playa, utilizan sus alpargatas como postes de portería. Dos de ellas amenazan con quitarse el top para diferenciar equipos mientras la playa observa atentamente sus risas manifiestas, nada curiosas. Sorpresivamente juegan bastante bien, serían competencia para cualquiera.

El viento arrecia mientras tres chamacos empujan a su indecisa madre al agua, el más pequeño, desnudo y empapado, corre a la mitad de la cancha de las chicas futboleras y les quita la pelota. Una exaltación de gritos humanos se escuchan a continuación. Esta es una imagen ideal pero irreal.

El pueblo de Quilmes es muy apacible, demasiado para mí. Después de vivir en el centro de Buenos Aires cualquier lugar aparentará serlo.

A pesar de los vientos que se encuentran sin detonación, el ulterior recuerdo queda por el pueblo indígena, los Kilmes que demandan en los árboles, maremotos, calles y calenturas la recomposición de una realidad para la mayoría inimaginable.

En el sendero de Kilmes hay una piedra que late,

es la sangre derramada que desde abajo combate.

Escritura Huaca Sagrada en homenaje al pueblo indio Kilmes que nosotros masacramos [1705].

enero 2009

Arte quilmeño

La Raulito al caminar

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En Buenos Aires, tan sólo a unos tres barrios al norte de Monserrat existe una cuadra muy famosa: Palermo viejo. Para llegar se atraviesan unas cuantas estaciones de subte, la calle Jorge Luis Borges y la avenida Callao. Una vez que el colectivo te baja en la esquina, se percibe la cantidad de turistas que recorren esas esquinas. Ellos quedan ahí.

Se pasan las tiendas de venta de parnafernalia, las de forras e instrumentos estéticos inútiles: las bufandas, zapatos, polleras y camisetas, que no tienen sentido ni con la moda del momento ni con el vestir del otoño. Pasan, las caminamos a todas ellas. Seguimos derecho, los atravesamos.

Se caminan siete cuadras hacia el barrio de la Chacarita y nos encontramos con un lugar absolutamente porteño: es la pizzería 'el angelín', de gran similitud con San Telmo: las porciones de pizza se sirven a pocos pesos, sean de muzzarella, anchoas, napolitanas o fugazzetas. La elaboración de la pizza se lleva desde 1938 en este lugar; la misma porción que ahora yo como es la que los migrantes de principio de siglo se llevaron a la boca antes de ir a trabajar.

Pizzeria 'el angelin', espacio magnífico que no olvidaré ya que vi tu rostro reflejado en el espejo, acompañante y faltante; tu voz me repitió en este lugar; tu mirada fuimos, versados por las calles de la ciudad bonaerense.

Pizzeria de mitos y sorpresas: mitos nuestros, ajenos, sobrepoblados. La cocina somos todos. Es el espejo en la pared, el moscato, vino generoso que nos embebe durante la noche. Tranquilamente volteemos a ver el menú en la pared: pizzas por porción, cinco pesos.

Pizza 'la Raulito', ¿qué? sí, pizza 'la Raulito'.


-Pide una porción de 'la Raulito’-. Me dice ella, con un vaso de moscato en su mano izquierda al tiempo que con la derecha me toma el brazo, atrayéndome.

-¿De la Raulito?-. Le respondo idiotizado. Al parecer soy incapaz de beber un vino que tiene el nombre femenino del Raulito.

-No importa, te quiero ver-. Me responde, relamiendo el resto de vino moscato entre sus labios rosados por la cerveza tomada horas antes; y termina su frase: -yo te reto a que la comas-.

Sin pensarlo pido mi porción de pizza 'la Rauilito'. Una vez que me sirvo con ella me doy cuenta que tiene una leyenda por detrás; todos me miran, los argentinos de la barra me observan.

Ha dejado de ser la simple pizzería 'el angelín'. Estamos ahora en otro tiempo.

Me cuentan, me platican entre oídos la historia de 'la Raulito', misma que ahora yo robo de mi memoria y se la comparto a ustedes:

La mitología de la ciudad de Buenos Aires es amplia. Los dos más grandes ídolos son Maradona y Perón. Fuera de ellos, es difícil alcanzar algún grado de recuerdo, de memoria (fuera de los muertos en la dictadura). En esta imponente fortaleza de la reminiscencia; en esta sociedad que genera recuerdo por doquier es donde 'la Raulito' se formuló; y a partir del cual una pizza lleva su nombre.



No es una historia muy complicada, ni siquiera intrincada; lo único que sé es que a Johnny le fascinará.

En la década del 60 el peronismo se encontraba tan arraigado que el populismo comenzó a renacer. En este ámbito surgió un futbolista que acometía los goles como si fueran levantamientos de cuerpos en gimnasia. Fue él, fue ella, tal vez ambos al mismo tiempo: fue 'la Raulita'; fue aquella mujer que se rapaba la cabeza para parecer hombre y jugar al fútbol. Se peló durante su infancia hasta los 26 años para llegar a un lugar que a las mujeres les era (y les sigue siendo) prohibido jugar: la primera división.

Aquí en la Argentina existió en los 60 'la Raulito'; una mujer que llegó a jugar en primera división porque escondió sus atributos femeninos; porque no dejó que el discriminación la eliminara.

Todavía se puede pedir la porción de pizza a su nombre: es la que te da fortaleza antes de entrar a un partido de fútbol.







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octubre 2008 octubre 08

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Arte de Antonio Berni, pintor-muralista argentino