25/2/09

Ningún río sudamericano llora

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No es mi deber malrecordar atardeceres en playas oaxaqueñas. La pregunta de qué hacemos aquí aún me es esquiva. Sin requisitos me propuse llegar a Quilmes, un pequeño pueblo a las afueras de Buenos Aires, y para mi sorpresa encontré la otra orilla del río:

Atravesé algunos kilómetros en tren, que es tan antiguo como la persona que les habla. Es un ferrocarril que recorre la costa atlántica dirigiéndose al sur, hasta casi Bahía Blanca. Me bajé en una estación alrededor de los 50 km recorridos. A lo lejos se dan a notar dos o tres buques cargueros. La composición de los quilmeños dista mucho de ser la porteña, aquí son muy similares a los pobladores de Guerrero o Veracruz.

Esta estación concuerda con la ya erradicada nación indígena de los Kilmes, pertenecientes a la civilización diaguita, de los Valles Calchaquíes. Ellos fueron quienes plantaron los árboles que ahora me dan sombra, fueron quienes se alimentaron de los peces que saltan en la bahía ante el anzuelo occidental, ellos fueron quienes ante el nombrado Río de la Plata organizaron su sociedad, ahora representada únicamente en los libros de historia y algún que otro monolito prevaleciente. Tan solo a ellos los peces respondieron, a los adoradores de la Pachamama, ahora ya agotados.

El río es aún más amplio, la otra orilla es imperceptible; en tanto, mi orilla es como imagino al Buenos Aires del siglo XIX: con un tenue oleaje que alcanza los superpuestos montículos arenosos; son 150 metros que se pueden caminar con las aguas a la rodilla.

El fuerte viento levanta las marcas realizadas por los caminantes en la arena por el día, mientras la profunda luna sube la marea para borrarlos por las noches.

En ocasiones la marea alcanza las barreras de concreto, regresando antes del amanecer a su distancia original. Cuando esto sucede quedan pequeñas comunidades de agua salitrosa y conchas reverdecientes atrapadas en los bajos fondos de la arena entre la costa y el mar. Estas figuras convierten la playa en un laberinto acuático: los deportistas matutinos al creer poder recorrer las distancias como en una línea recta se ven atrapados ante los cerrazones de agua limpia pero profunda, a lo que tienen que rodear los corredores marítimos para reencontrar un supuesto destino lineal. Algunas veces las atraviesan sin importar la profundidad, sin embargo, los más, al llegar a los callejones sin salida, deciden rodearlos para continuar su marcha, imperceptible a la naturaleza.

Decía Sabina que los chaparrones de la región andaluza no se comparan en nada con el amor tormentoso del Río de la Plata, esto porque no es posible no tener otro amor que la ventisca (sudestada) que cada invierno se da en el río. Tal vez nosotros tenemos la frente marchita, necesitados de aquella postal de un San Telmo como el que hemos conocido. Aún así, la tormenta nos duró hasta los años 90. ¿Qué añoramos? a Trolio, sus sanguichitos de miga.

Es el mismo río en el cual mis pantorrillas se sumergieron; el mismo río en el cual miles de iguales fueron arrojados al fondo encadenados durante la última dictadura.

Prendo un cigarrillo rubio que el viento consume en dos cantares, observo los restos de un muelle, imagino a los fotógrafos aprovechando los ángulos y la iluminación. En eso, una familia corre hacia mí y no puedo dejar de pensar en los pueblos originarios masacrados durante la campaña del desierto (la misma que fundó a la nación argentina como la conocemos).

Muerte, fruto, raíz...

Veo ahora a cuatro chicas que juegan al fútbol en la playa, utilizan sus alpargatas como postes de portería. Dos de ellas amenazan con quitarse el top para diferenciar equipos mientras la playa observa atentamente sus risas manifiestas, nada curiosas. Sorpresivamente juegan bastante bien, serían competencia para cualquiera.

El viento arrecia mientras tres chamacos empujan a su indecisa madre al agua, el más pequeño, desnudo y empapado, corre a la mitad de la cancha de las chicas futboleras y les quita la pelota. Una exaltación de gritos humanos se escuchan a continuación. Esta es una imagen ideal pero irreal.

El pueblo de Quilmes es muy apacible, demasiado para mí. Después de vivir en el centro de Buenos Aires cualquier lugar aparentará serlo.

A pesar de los vientos que se encuentran sin detonación, el ulterior recuerdo queda por el pueblo indígena, los Kilmes que demandan en los árboles, maremotos, calles y calenturas la recomposición de una realidad para la mayoría inimaginable.

En el sendero de Kilmes hay una piedra que late,

es la sangre derramada que desde abajo combate.

Escritura Huaca Sagrada en homenaje al pueblo indio Kilmes que nosotros masacramos [1705].

enero 2009

Arte quilmeño

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