24/2/09

Letrado existencial

Tinta, máquinas, rumores, letras y moldes. Llevo esperando lo que son 120 ediciones por mi turno, no es una sucesión teleológica sino que es el azar y el polvo lo que nos singulariza al momento de ser utilizados. Ninguno sabemos cuándo será ese momento.

Los rumores son percibibles pero no localizables: “que tendremos conciencia, al fin”, “que no hay que temer al ambiente”, “que trabajando unidos lo lograremos”, “que la tinta nos resguardará, “que hay que mantener la lucha”, “que la rebelión se acrecentará”…

Lo único que se puede concluir es que empezamos como recados amorosos y alegres, enrollados, prometedores; y que terminamos como cuentas de gastos, mentadas de madre y amonestaciones.

De un momento a otro, sin aviso previo, paso por el proceso esperado. Es sensación de frío y oscuridad; al tiempo que de pesadez y revestimiento. Lo siguiente que recuerdo es estar a la merced del viento, la luz solar y el ruido callejero.

Vuelvo a escuchar los rumores pero ahora abajo, y también a mi izquierda: “que estamos en un multifamiliar”, “no, que estamos en el pórtico de un teatro”, “no, esa avenida es Churubusco”; hasta que al fin uno de nosotros reunió las estimaciones e, inalterablemente, determinó: “estamos bajo un puente peatonal en calzada de Tlalpan y Churubusco, es una esquina adecuada, estratégica”.

La sensación de pesadez se acrecienta, pero ahora unida a una involuntaria inmovilidad, humedad pegajosa. Es ahí que por vez primera me doy cuenta que estamos impresos, tenemos letras sobre nosotros y estamos pegados a este lugar. Unos al lado de los otros, vinculándonos en cada una de nuestras cuatro orillas.

Todos los rumores eran ciertos, desnudez descrita al principio, desenfocada, individual. Cobertor de tinta después, seguridad e identidad colectiva. Identidad que veo al saberme rodeado por docenas de mis iguales, de mis copias, o más bien ¿seré yo copia de ellos?

Estamos despiertos, somos centro de atención transitoria, observan los cobertores impresos (que es solamente tinta absorbida por nuestros cuerpos, por la celulosa). El mensaje debe tener algún significado, trato de descifrarlo al ver los rostros de quienes me contemplan. Veo que hablan entre sí pero no lo entiendo.

Los rumores regresan, ahora más abajo a mi izquierda y también arriba, hacia el cielo: “que anunciamos cartas de tarot”, “no, somos comida para perro”, “no, es un festival de cine”; y, finalmente, la misma voz que acertó la última vez, dijo: “somos puro texto y somos individuales, no somos partes de uno mayor; por lo que entiendo es un marcha, una movilización, aún no sé dónde pero sí cuándo y de quién: la liga leninista espartaco, en una semana ”.

Le fuimos tomando aprecio a esas letras blancas en fondo verde que nos cubrían completamente. Faltaban siete días para la marcha; a lo que fue una tarea ardua mantenernos todo ese tiempo.

El sol por sus etapas nos achicharraba, la noche nos encogía y de nuevo otra vez. La lluvia que duró dos días nos mantuvo atentos a sus movimientos y estragos, fue cuando vimos caer a los primeros, los de hasta arriba: empapados de dos noches seguidas recibieron la luz solar y, como a los caracoles cuando se les echa sal, en 5 minutos estaban encogidos y sin ningún mensaje entendible que ofrecer. El viento se llevó a varios más, los menos afortunados que no habían recibido suficiente pegamento líquido (que por lo general eran los de en medio) debido a la falta de energía de los trabajadores mal pagos que, después de la sexta hora explotados, su cansancio derivaba en la escasez del viscoso líquido.

Y una vez más, los rumores recorrieron la pared: “no llegaremos al fin de semana”, “que sólo somos un pedazo de papel”, “que mi tinta se está escurriendo”; pero ahora, a diferencia de las anteriores veces, la voz segura que nos afirmó la situación no se escuchó. Guardamos silencio porque sabíamos lo que eso significaba; si el más fuerte había caído, a los demás no nos tocaría una suerte diferente. Pasaron los días y con ellos el viento no se detuvo ni el sol o el agua; no agua de la lluvia sino de los que pasaban frente a nosotros, fluidos de todas índoles.

Pero no conocíamos un factor más: la grasa, la podredumbre. Cuando se habita en una ciudad tan grande, es inevitable vivir entre la mierda, está en todas partes: en el caño, en las casas, en las calles y en el aire. Es mierda humana, ávida de capital y poder. También puede ser grasa de tacos, humo de la combustión de la gasolina, o la simple descomposición de la comida. Todo y nada se nos pegaba, unos terminaban pardos y otros pálidos, viscosos o como cartón, decolorados o recoloreados.

Finalmente llegó el día de la marcha y, con él, nuestro descanso; o por lo menos eso imaginábamos. Nos sentimos relucientes cuando la columna principal pasó frente a nosotros, con el viejo de barba al estilo Ho-Chi-Minh guiándolos; era el atardecer para el que tanto trabajamos. El convencimiento nos desbordaba después de aguantar una semana el ambiente, y el baile nos acompañó hasta la medianoche, cuando los rumores regresaron: “que bien hecho, lo logramos”, “que valió la pena el esfuerzo”, “que estamos listos para el reciclaje”.

La noche pasó y el sol (lo que pensábamos sería nuestro último sol) nos dio una sonrisa. Creíamos que con la marcha detrás, llegarían nuestros responsables y nos llevarían al cielo del reciclaje; pero equivocados estábamos. Así como la marcha tuvo su fecha, su día, tuvo con ella su continuidad; y así nosotros tuvimos la nuestra, era la revolución permanente.

Varios vientos después, con más soles encima que sonrisas, me di cuenta que bajo mi pegamento no estaba el concreto de las escaleras peatonales, que no éramos ni vírgenes ni originales, y lo más impactante de todo, no éramos los primeros... la realidad me cayó como la peor de las lluvias: debajo de nosotros había uno ¿o varios? carteles más, anuncios, convocatorias y eventos de gran importancia que tuvieron su gran día igual que nosotros, que tuvieron esperanzas y tragedias, estuvieron pintados y sintieron la mierda así como todos nosotros.

Lo peor no era eso, lo era que yo no sabía quienes eran, no recodaba lo que habían anunciado ni esperado, su significado se desvanecía... y su falta de significado era mi falta de significado, mi falta de identidad y existencia. El no ir al cielo del reciclaje vació su sentido, el miedo era hacia la falta de trascendencia colectiva; se convirtió en el día en que yo no tuviéramos significado, que dejáramos de actuar por ese significado.

Hoy les digo, no hay muerte, la celulosa que me componía en un principio no murió (aunque me visite en mis sueños dejando humedad marchita de vida), somos nosotros y aquí estamos, inertes ante el tiempo y el espacio, en la oscuridad y con un número indescifrable de carteles iguales a nosotros por encima; pero la lucha sigue siendo, y este relato lo demuestra.

2005

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