14/2/09

El acoso de la fractura

Nuestra mirada es directa, veo sus ojos y descubro su ser. Me mira con conformidad, satisfacción, como cuando los párpados apenas abiertos dejan entrever los cafés irises y relajadas pupilas; paladeé su mirada bondadosa con mi exhalación. Sentí su desnudez, dejándome entrar. Y yo, con latente curiosidad, me fui sumergiendo bajo su encanto, poco a poco, hasta el final.

Quise empezar por su razonamiento, ordenar sus ideas para, al barajearlas, deleitarme en su combinación: me metí en lo infinito de sus pupilas que se agrandaban conforme yo con más ímpetu las arropaba. Como voladora flor nocturna arribé a su mundo envuelto por añoranzas; esa atmósfera común donde, como mariposas maltrechas, las ideas se complementan unas a otras. Ahí advertí la importancia que la vanidad tenía para su seguridad, caminaba frente a los espejos para, frente a su aparente fealdad, a la sociedad poder enfrentar. Por una inevitable ternura, esbocé una pequeña sonrisa que él, al verla, preguntó: ¿qué piensas? Yo hubiera permanecido en ese sombrío mundo de su irracionalidad pero ya su mirada se había trastocado; sin poder evitarlo, su cuestionamiento me hizo regresar. No sin algunos titubeos, le respondí que recordaba los paíños, esos pajaritos de mar que, como mariposas (papillones, si no mal recuerdo les llamé en ese momento), Manuel Rivas había tatuado, en su última novela, al estilo de postales.

Aproveché su mirada cuestionadora para meterme de nuevo en él. Esta vez llegué hasta sus manos: descubrí cómo a través del tacto él sentía nuestro mundo, recordé que al tomar café solía arroparlo con sus diez dedos mientras lo acercaba a sus labios. Vi mi cuerpo reflejado en las yemas de sus dedos que en ocasiones me tocaban con delicadeza y en ocasiones con felina agresividad. Llegué a comprender por qué no le gustaba mostrar lo que escribía en sus cuadernillos: porque temía que su mala caligrafía disminuyera la valía de sus versos. Ahí recordé los que, alguna vez, tímidamente, declamó como suyos: Pero en los cuerpos destrozados/ bajo la rota piedad de las bóvedas,/ tu mirada y la mía dejarán/ sólo a las fieras aullando al terror del crepúsculo. Sorpresa mía fue que tiempo después encontraría los versos originales en Dámaso Alonso. Y, con esto, poco a poco, salí de su tacto.

Me vi de nuevo reflejada en sus ojos, pero ahora con sus pupilas tan grandes que el iris apenas se distinguía y los párpados tan abiertos como su misma cavidad les permitía: no me miraba a mí. Vi odio garagoleado en su boca y tensión en su respiración. Inmediatamente quise adentrarme de nuevo para comprender, para vivir, lo que él estaba sintiendo, pero esta vez no fue tan fácil, sentía una resistencia de ligamentos que no me dejaba proseguir. Me empecé a poner tensa para igualarme a su estado y sólo así pude llegar hasta su estómago a través de su mirada. Caí como trago de mezcal en vientre recién despierto. Tardé en darme cuenta dónde me encontraba y lo hice cuando la acidez fue llenado este espacio; el odio que en este momento él sentía retorció su estómago. Encontré la furia y me plasmó: había sido marginado de la postproducción del cortometraje que él había ideado, había perdido su trabajo y, lo peor de todo, había perdido su idea. Me revolví dentro de su estómago para calmarlo pero no dio resultado; me entristecí y sentí pena.

Basta decir lo que sucedió en ese momento, la manera en que miraba mi cuerpo: con furia y deseo. Salí y lo enfrenté, sus ojos permanecían abiertos pero habían cambiado: tenía el iris de un café más claro y las pestañas se habían humedecido. Ideé un libro, narrar los peculiares estados de ánimo en la mirada y su transparencia. Imaginé reproches de su parte una vez publicado; pasaré por alto la procedencia. Regresé a él, ahora con la naturalidad con la que corre el agua en un río. Esta vez no fui a dar a su mente, ni manos, ni estómago, simplemente me mantuve en sus ojos, en la mirada. Redescubrí su percepción, misma que yo había aprendido a desear; me encontré con la manera en que observa el mundo, me sorprendí ante los colores tan vivos que se le representan, y las formas, un poco más puntiagudas de como yo las recuerdo. Pero lo más bello era cómo me miraba a mí:

sentí sus ojos recorrer mi cuerpo,

y me fijé cómo miraba mi

silueta, mis

contornos,

esa estética de la

cual yo estaba tan orgullosa.

La intensidad me hizo recordar el cariño que le tuve al conocerlo, la atracción de lo desconocido, la sensación de que alguien te busque irremediablemente. Poco a poco, al ver mis pensamientos, salí de su mirada, al recordarlos.

Es así como una luz cegadora me aleja de mis ensoñaciones, es inevitable no verla ahora que siento cómo su sexo empieza a despertar, a levantarse poco a poco hacia mi cuerpo hasta apuntarme directamente. Es así como intento levantar las manos ante este asalto a mis ideas, pero es ya demasiado tarde: yo entro en mí. Así es como me estrujo y dejo estrujar asquerosamente en su piel, obligada a convertir el acto sexual en una masturbación de las dos miradas y los dos tactos. Y, así es como, ahora, nauseabunda, lo vomito: me quito sus celos, sus borracheras, sus orgasmos prematuros, sus cortometrajes mediocres y sus malos libros ingleses. Por último, me meto a su hígado y lo pateo para luego succionarle todo el líquido de las vértebras y escupírselo en los ojos.

9-03-05,03


Arte de Francisco Toledo, artista plástico juchiteco-oaxaqueño.

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