24/9/09

La Coruña


Allá estaba ella, reflejada en un boceto a lápiz dibujado en 1956. Allá estaba ella, en la esquina de Bolívar y Carlos Calvo, en el interior de aquel viejo bar donde por las tardes se escuchan chacareras de Santiago y se cocina el único hígado encebollado de San Telmo. Allá estaba ella, en el bar La Coruña, en esa esquina donde el 126 se detiene en su camino rumbo a Flores; en aquel bar donde por las noches leía a Trotsky, Ribeiro y Cesaire, siempre acompañada por su tinto servido del cartón.

Como cartonera, ella terminaba su tinto y salía a recoger maderas, metales, botellas y telas que reposaban en las veredas del barrio. Era una ciruja que llevaba el material recogido a su pieza de pensión al amanecer, para levantarse a vender lo acumulado durante la semana, que lo intercambiaba en trueque por cuentas con las que hacía las cortinas de su pieza.

Fue en la esquina de Bolívar y Carlos Calvo donde conoció a los gobiernos bonapartistas y a las amazonas autárquicas. Fue ahí donde comenzaría su militancia, tantos años atrás.

"Aquí entre nosotros, lector, yo digo que estas juiciosas mujeres son, nada más y nada menos, que las primeras revolucionarias de la historia. Son las pioneras de la revolución femenista permanente: trotskistas... Se dio, entonces, el inevitable salto dialéctico: la cantidad se convirtió en calidad... En consecuencia, las mujeres sojuzgaron a los hombres, subvirtiendo el orden social y natural. Para garantizar su hegemonía hicieron lo que hacen todas las clases victoriosas: tomaron para sí las armas, expropiaron los adornos, monopolizaron los puestos y acabaron con el ocio de los hombres, para someterlos por el cansancio" (Utopía Salvaje, p.59).

Allá estaba ella, una vieja trotska soltera, la amazona de Buenos Aires. Siempre recordaba el boceto del bar dibujado a lápiz en 1956. Lo había vivido: el retrato de un San Telmo 60 años atrás, con tranvías en las calles adoquinadas y cables telegráficos. Ahora se había convertido en un barrio en deconstrucción, en edificios de más de seis pisos, semáforos en cada esquina y casas tomadas debido a la desocupación obrera del neoliberalismo del 90.

De La Coruña añoraba los utencilios de la cocina y el bar que ahora, polvorientos, reflejaban un tiempo porteño ya ido, de escupitajos y sanguichitos de jamón crudo. Y esa pequeña sillita de madera para nenes, abandonada en una de las esquina con las patas intactas. La última vez que había visto a un nene en este bar había sido antes del golpe del 76, cuando las familias de los militantes de izquierda venían los fines de semana a comer ñoquis o empanadas con mate cocido. Desde las desapariciones, las torturas y las muertes, el bar era otro. Ahora, era un bodegón que albergaba de noche en noche a clandestinos conjuntos del PCR, pero tradicionalmente se había convertido en un lugar donde se juntaban músicos, cineastas y lúmpenes que después irían a Parque Lezama a orinar sobre sus recuerdos, sobre aquella revolución traicionada.

Allá estaba ella, en esa esquina de Bolívar y Carlos Calvo, sorbiendo sus últimos tragos de tinto y rumiando aquellos adioses, siempre con la mirada clavada en el boceto a lápiz de un otro San Telmo.


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